martes, 11 de julio de 2017

El pacto de la relación entre Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre: amores contingentes.



Simone de Beauvoir nos relata en su libro, "la plenitud de la vida":

 
Imagen de la película "los amantes del café de Flore".
"Una tarde habíamos ido con los Nizan a ver en los Campos Elíseos "Tempestad sobre Asia", y después de habernos despedido caminamos hacia los jardines del Carrousel. Nos sentamos sobre un banco de piedra junto a una de las alas del Louvre; había en vez de respaldo una balaustrada, separada de la pared por un estrecho espacio: en esa jaula maullaba un gato (¿cómo se había metido?), era demasiado grande para salir. La tarde caía y se acercó una mujer con una bolsa de papel en la mano; sacó algunas sobras de comida y empezó a acariciar al gato acariciándolo tiernamente. En ese momento Sartre me propuso: "Firmemos un contrato de dos años". Yo podía arreglármelas para quedarme en París durante esos dos años y los pasaríamos en una intimidad lo más estrecha posible. Después, me aconsejaba que pidiera yo también un puesto en el exterior. Estaríamos separados durante dos o tres años y luego nos encontraríamos en algún lugar del mundo, en Atenas, por ejemplo, para reanudar durante un tiempo más o menos largo una vida más o menos común. Nunca seríamos un extraño el uno para el otro, nunca el uno recurriría en vano al otro y nada sería más fuerte que esa alianza; pero no tenía que degenerar ni en obligación ni en costumbre. Acepté. La separación que encaraba Sartre no dejaba de asustarme; pero se diluía en la lejanía y yo me había propuesto no entorpecerme con preocupaciones prematuras; en la medida en que a pesar de todo el miedo que me acosaba, lo consideraba una debilidad y me esforzaba por aminorarlo; lo que me ayudaba es que ya había probado la solidez de las palabras de Sartre. Con él un proyecto no era un parloteo incierto, sino un momento de realidad. Si un día me decía “cita de aquí a 22 meses a las 17 horas sobre la Acrópolis”, estaba segura de encontrarlo en lo alto de la Acrópolis a las 17 horas exactamente, 22 meses más tarde. De una manera más general yo sabía que ninguna desdicha me vendría de él, a menos que muriera antes que yo.


Las libertades que nos habíamos teóricamente concedido, no se trataba de usarlas mientras duraba ese “contrato”; entendíamos entregarnos sin reticencias y sin compartirnos a la novedad de nuestra historia. Hicimos un pacto: no solamente ninguno de los dos le mentiría al otro sino que nunca le disimularía nada. Los “pequeños camaradas” sentían una repugnancia por lo que llamaban “la vida interior”; en esos jardines donde las almas de calidad cultivan secretos delicados ellos veían pantanos hediondos; allí tienen lugar en silencio todos los tráficos de la mala fe, allí se saborean las delicias estancadas del narcisismo. Para disipar esas sombras y esas miasmas tenían la costumbre de exponer a la luz del día, sus vidas, sus pensamientos, sus sentimientos. Lo que limitaba esa publicidad es que no eran curiosos: al hablar demasiado de sí mismo cada quien habría aburrido a los demás. Pero entre Sartre y yo esa restricción no funcionaba: por lo tanto, quedó convenido que nos diríamos todo. Yo estaba habituada al silencio y al principio esa regla me molestó. Pero en seguida comprendí sus ventajas; ya no tenía que inquietarme de mí: una mirada por cierto indulgente, pero más imparcial que la mía, me devolvía de cada uno de mis movimientos, una mirada que yo consideraba objetiva; esa vigilancia me defendía de los temores, las falsas esperanzas, los escrúpulos vanos, las fantasmagorías, los pequeños delirios que se forman tan fácilmente en la soledad. Poco me importaba que ésta ya no existiera para mí; por el contrario, estaba loca de alegría de haberle escapado. Sartre me resultaba tan transparente como yo misma: ¡qué tranquilidad! Llegué a abusar de ella: puesto que no me ocultaba nada me creí dispensada de hacerme la menor pregunta sobre él: me di cuenta más tarde, en dos o tres oportunidades, de que era una solución perezosa. Pero si bien me reprochaba haber carecido de vigilancia no incriminaba al estatuto que habíamos adoptado y del que nunca nos apartamos: ningún otro nos habría convenido…
En fin, ninguna máxima intemporal impone a todas las parejas una perfecta translucidez: corresponde a los interesados decidir qué tipo de acuerdo desean alcanzar; no tienen ni derechos ni deberes a priori. En mi juventud yo afirmaba lo contrario: estaba entonces demasiado inclinada a pensar que lo que valía para mi valía para todos.
Hoy, en cambio, me irrito cuando terceras personas aprueban o critican las relaciones que hemos construido sin tener en cuenta la particularidad que les explica y las justifica: esos signos gemelos sobre nuestra frente. La fraternidad que soldaba nuestras vidas hacía superfluos e irrisorios todos los lazos que hubiéramos podido forjarnos. ¿Para qué, por ejemplo, vivir bajo un mismo techo cuando el mundo era nuestra propiedad común? Y ¿por qué temer poner entre nosotros distancias que nunca podían separarnos? Un solo proyecto nos animaba: abrazarlo todo y testimoniar de todo; él nos mandaba que siguiéramos en caso de necesidad caminos divergentes sin ocultarnos el uno al otro ni el menor de nuestros hallazgos; juntos nos plegábamos a sus existencias, a tal punto que en el mismo momento en que nos dividíamos, nuestras voluntades se confundían. Lo que nos ligaba era lo que nos desligaba y por esa libertad nos encontrábamos ligados en lo más profundo de nosotros mismos
Conocer con alguien un entendimiento total es en todo caso un enorme privilegio: para mi tenía un precio literalmente infinito. En el fondo de mi memoria brillaban con una dulzura sin igual las horas en que me refugiaba con Zaza en el escritorio del señor Mabille y conversábamos. También había sentido profundas alegrías cuando mi padre me sonreía y yo me decía que, en cierto modo, ese hombre superior a todos los demás me pertenecía. Mis sueños de adolescente proyectaron en el porvenir esos supremos momentos de mi infancia; no eran sueños huecos; poseían en mí una realidad y por eso su cumplimiento no me parece milagroso. Por supuesto, las circunstancias me ayudaron; hubiera podido no encontrar con nadie un acuerdo perfecto. Pero cuando mi oportunidad me fue dada, si me aproveché de ella con tanto entusiasmo y empeño es porque respondía a un llamado muy antiguo. Sartre sólo tenía tres años más que yo; era como Zaza, un igual; juntos partíamos a descubrir el mundo. Sin embargo, yo confiaba tan totalmente en él, que me garantizaba, como antaño mis padres, como Dios, una seguridad definitiva. En el momento en que me arrojaba en la libertad encontraba sobre mi cabeza un cielo sin fallas; escapaba a todas las trabas y sin embargo cada uno de mis instantes poseía una especie de necesidad. Todos mis deseos, los más lejanos, los más profundos estaban colmados; no me quedaba nada que desear sino que esa beatitud triunfal nunca se debilitara. Su violencia lo arrastraba todo; hasta la muerte de Zaza se esfumó. Por cierto, sollocé, me desgarré, me sublevé; pero fue más tarde, insidiosamente, cuando la pena hizo su camino en mí. Ese otoño mi pasado dormía, yo pertenecía entera al presente.”
Fuente: De Beauvoir Simone (1970). La plenitud de la vida. Editorial Sudámericana.



jueves, 18 de mayo de 2017

Ser ama de casa. Simone de Beauvoir.

La ama de casa.

¿Realmente ha cambiado mucho el panorama para la mujer que es ama de casa, a la que tenía Simone de Beauvoir y que plasmó en su libro "El segundo sexo"?

"Pero lo que hace ingrata la suerte de la mujer-sirvienta es la división del trabajo que la consagra toda entera a lo general y a lo inesencial; el habitat, el alimento, son útiles para la vida, pero no le confieren ningún sentido: los fines inmediatos del ama de casa no son más que medios, no verdaderos fines, y en ellos no se reflejan sino proyectos anónimos. Se comprende que para animarse en esa tarea, la mujer trate de conquistar en ella su singularidad y revestir de un valor absoluto los resultados obtenidos; tiene sus ritos, sus supersticiones, se aferra a su manera de colocar el cubierto, de disponer de las cosas de la sala, de hacer un zurcido, de guisar un plato; se persuade de que, en su lugar, nadie podría hacer tan bien como ella un asado o bruñir un objeto; si el marido o la hija quieren ayudarla o intentan pasarse sin ella, les quita de las manos la aguja o la escoba. "No eres capaz de pegar un botón".



Según una reciente encuesta (publicada en 1947 por el diario Combat bajo la firma de C. Hebert), las mujeres casadas consagran unas tres horas cuarenta y cinco minutos a las faenas domésticas (arreglo de la casa, aprovisionamiento, etc.) todos los días laborables, y ocho horas los días de fiesta, es decir, en total treinta seis horas por emana, lo que corresponde a las tres cuartas partes de la duración del trabajo semanal de una obrera o de una empleada; es enorme  si esa tarea se agrega a un oficio; es poco si la mujer no tiene otra cosa que hacer (tanto más cuanto que la obrera y la empleada pierden tiempo en desplazamientos que no tienen equivalente en este caso)... 

Así pues, es preciso que el producto del trabajo doméstico se consuma; se exige de la mujer una constante renuncia, pues sus operaciones solo terminan con su destrucción. Para que consienta en ello sin lamentarse, hace falta, por lo menos, que esos menudos holocaustos enciendan en alguna parte una alegría, un placer...

Ha habido épocas en que estas pretensiones eran generalmente satisfechas: en los tiempos en que la felicidad era también el ideal de hombre, cuando estaba apegado, ante todo, a su casa, a su familia, y cuando los hijos mismos optaban por definirse a través de sus padres, sus tradiciones, su pasado. La que reinaba en el hogar, la que presidía la mesa era reconocida como soberana; todavía desempeña ese glorioso papel en el hogar de ciertos propietarios de bienes raíces, entre algunos campesinos ricos, que perpetúan esporádicamente la civilización patriarcal. Pero en conjunto el matrimonio es hoy día la supervivencia de costumbres fenecidas y la situación de la esposa es mucho más ingrata que antes, porque todavía tiene los mismos deberes, pero no le confieren ya los mismos derechos; tiene que ejecutar las mismas tareas, sin que ello le reporte recompensa ni honores.

El hombre hoy se casa para anclarse en la inmanencia, pero no para encerrarse en ella; quiere un hogar, pero permaneciendo libre para evadirse de él; se fija, pero a menudo sigue siendo un vagabundo en el fondo de su corazón; no desprecia la dicha, pero no hace de ella un fin en sí misma; la repetición le aburre; busca la novedad, el riesgo, las resistencias a vencer, camaraderías, amistades que le arranquen de su soledad en dos en compañía. Los hijos, aún más que el marido, desean sobrepasar los límites del hogar: su vida está en otra parte, ante ellos; el niño desea siempre lo que es de otro. La mujer trata de constituir un universo de permanencia y de continuidad: marido e hijos quieren sobrepasar la situación que ella crea y que para ellos no es más que uno dato. Por eso, si a ella le repugna admitir lo precario de las actividades a las cuales dedica toda su existencia, se ve impulsada a imponer sus servicios por la fuerza: de madre y ama de casa se convierte en madrastra y arpía"...

miércoles, 10 de mayo de 2017

Sartre y su padre.

Jean-Paul Sartre nos refiere algunas cuestiones acerca de su padre Jean-Baptiste Sartre, un oficial naval, en su libro, las palabras:
"En  1904,  en  Cherbutgo,  siendo ya  oficial  de  marina  y  devorado  por  las  fiebres  de  Cochinchina,  conoció a  Anne-Marie Schweitzer,  se  apoderó  de  esta  mujerona enamorada,  se  casó  con  ella,  le  hizo  un  hijo  al galope, a  mí,  y  trató  de  refugiarse  en  la  muerte. 
La  muerte  de  Jean- Baptiste  fue  el  gran  acontecimiento  de  mi  vida:  hizo  que  mi  madre volviera  a  sus  cadenas y  a    me  dio  la  libertad... No  existe  el  buen  padre,  es  la  regla:  no  cabe  reprochárselo  a  los  hombres,  sino  al  lazo  de paternidad,  que está  podrido.  Hacer  hijos  está  muy  bien,  pero  ¡qué  iniquidad  es  tenerlos!

Si  hubiera  vivido,  mi  padre  se  habría echado  encima  de    con  todo  su  peso  y  mehabría aplastado...
Dejé  detrás  de    a  un  joven  muerto  que  no  tuvo  el  tiempo  de  ser  mi  padre  y  que  hoy podría  ser  mi  hijo.  ¿Fue un  mal  o  un  bien?  No  sé;  pero  suscribo 
gustosamente el veredicto de  un  eminente  psicoanalista:  no  tengo  superyó.

Morir  no  basta:  hay  que  hacerlo  a  tiempo. 
Mi  padre  había  tenido  la  galantería  de  morir  culpablemente;  mi  abuela  no  hacía  
más que repetir  que  se había  sustraído  a  sus  obligaciones;  mi  abuelo,  justamente  
orgulloso  de  la longevidad  de  los  Schweitzer,  no  admitía  que  se  pudiese  
desaparecer  los  treinta  años;  en vista  de  lo  sospechosa  que  era  esa  muerte,  llegó a  dudar de  que  su  yerno  hubiera  existido alguna  vez,  y  al  final lo  olvidó.  Yo  ni  siquiera  tuve  que  olvidarlo;  al  despedirse  a  la francesa,  Jean-Baptiste  me  había  negado  el placer  de  conocerlo.  Aún  hoy  me  extraña  lo  poco que sé  sobre  él.  
Sin  embargo,  amó,  quiso  vivir,  se  vio  morir;  eso  basta  para  hacer  a  todo  un 
hombre.
Pero nadie en  mi  familia  supo  infundirme  curiosidad  por  ese  hombre...nadie  recuerda  si  me  quiso,  si  me tuvo  en  brazos,  si  volvió  hacia  su  hijo  sus  ojos  claros,
hoy  comidos.  Son  penas  de  amor  perdidas...ese padre ni  siquiera  es  una  sombra,  ni  siquiera una  mirada.  Durante  algún  tiempo,  hemos  
pisado  él  y  yo  sobre  la  misma tierra;  eso  es  todo"...



domingo, 23 de abril de 2017

Esta búsqueda del placer...

"Esta búsqueda del placer rara vez se reduce al simple ejercicio de una función; por lo común es una aventura en que cada miembro de la pareja realiza su existencia y la del otro de una manera singular; en el deseo, la turbación, la conciencia se hace cuerpo para alcanzar al otro como cuerpo para fascinarlo y poseerlo; hay una doble encarnación recíproca y transformación del mundo que se vuelve mundo del deseo. La tentativa de posesión fracasa fatalmente, puesto que el otro sigue siendo sujeto; pero antes de concluir, el drama de la reciprocidad es vivido en el abrazo bajo una de sus formas más extremas y reveladoras. Si adopta la figura de una lucha engendra hostilidad; la más de las veces implica una complicidad que inclina a la ternura. En una pareja que se ama con un amor en que se suprime la distancia del yo al otro, aun el fracaso es superado.
Dado que en el abrazo amoroso el sujeto se hace existir como cuerpo fascinante, tiene una cierta relación narcisista consigo mismo. Sus cualidades viriles o femeninas son afirmadas, reconocidas; se siente valorizado. Ocurre que la preocupación de esa valorización ordena toda la vida amorosa; se convierte en una perpetua empresa de seducción, una constante afirmación de vigor viril, de encanto femenino: la exaltación del personaje que se ha elegido representar. 
Como se ve, las gratificaciones que el individuo saca de actividades sexuales son de una gran diversidad y de una gran riqueza. Ya busque ante todo el placer, o la transfiguración del mundo por el deseo, o cierta representación de sí, ya apunte a todos esos fines al mismo tiempo, se comprende que el hombre o la mujer se resistan a renunciar a ellos"...
Simone de Beauvoir en "la vejez" (1970).

martes, 24 de noviembre de 2015

Sartre en la segunda guerra mundial, su transformación y la fundación del movimiento Socialismo y Libertad.

Sartre en la segunda guerra mundial, su transformación y la fundación del movimiento Socialismo y Libertad.


“Así pues, yo estaba allí, en el frente, vestido de uniforme, que por cierto me quedaba muy mal, en medio de otras personas que llevaban el mismo uniforme que yo; teníamos una relación que no era familiar ni amistosa y que sin embargo era muy importante. Desempeñábamos papeles que nos eran distribuidos desde fuera. Yo lanzaba globos meteorológicos y lo miraba con un anteojo. Me habían enseñado a hacerlo cuando ni siquiera pensaba que lo utilizaría, durante el servicio militar. Y allí estaba en el frente, haciendo ese oficio, entre desconocidos, que hacían el mismo trabajo que yo, que me ayudaban a hacerlo, a quienes yo ayudaba. Mirábamos cómo subían los globos de entre las nubes a algunos kilómetros de distancia del ejército alemán, donde había soldados como nosotros, que también se ocupaban de eso, y donde había otros soldados que se disponían a atacarnos. Eso era un hecho absolutamente histórico. Me encontré bruscamente dentro de una masa, en la que me habían asignado un papel concreto y estúpido que debía interpretar y que interpretaba frente a otros individuos, vestidos como yo con uniformes militares, y que tenían la función de desbaratar lo que nosotros hacíamos y, al final, atacar.
La segunda, y la más importante toma de conciencia, se produjo por la derrota y el cautiverio. A partir de cierto momento, fui retrocediendo hacia otras posiciones junto con mis compañeros; llegamos en camión a una ciudad; nos instalamos en ella; dormíamos en las casas de los lugareños; nos enfrentábamos con alsacianos de mentalidad muy variable. Recuerdo a un campesino alsaciano que estaba a favor de los alemanes y que sostenía tesis progermánicas, en contra de las nuestras; dormíamos, nos marchábamos, pero no sabíamos si escaparíamos del ejército alemán. Nos quedamos en aquella zona  tres o cuatro días. Los alemanes se acercaron. Una noche oímos los cañonazos que disparaban sobre un pueblo a una decena de kilómetros de donde nosotros estábamos; lo veíamos bien al final de la llana carretera, y sabíamos que los alemanes llegarían al día siguiente. Y también entonces me impresionaron históricamente aquellos hechos, que eran pequeños acontecimientos que no se escribirían en ningún libro de texto, en ninguna historia de la guerra; un pueblecito era bombardeado; otro esperaba ser tomado al día siguiente. Había gente acorralada allí, esperando que los alemanes se ocuparán de ellos. Yo fui a acostarme; habíamos sido abandonados por nuestros oficiales que fueron a pasearse por el bosque vecino con una bandera blanca en la cabeza y fueron hechos prisioneros como nosotros, pero a diferentes horas. Soldados y sargentos nos quedamos allí, nos dormimos y a la mañana siguiente oímos voces, disparos, gritos. Me vestí rápidamente; sabía que aquello quería decir que iba a caer prisionero. Salí; había dormido en la casa de unos campesinos situada en la plaza del pueblo; y salí; y recuerdo que tuve la impresión de que interpretaba una escena en una película, de que aquello no era verdad. Había un cañón que disparaba contra la iglesia, donde sin duda se habían escondido resistentes llegados la víspera; no era ciertamente gente de nuestro batallón, puesto que no soñábamos resistir, además tampoco disponíamos de medios.
 Atravesé la plaza bajo el fuego de los alemanes, para llegar donde ellos estaban; me empujaron y me metieron dentro de un inmenso grupo de muchachos que iban hacia Alemania. Esto lo he contado ya en La Muerte en el Alma pero lo atribuí a Brunet. Caminábamos y no sabíamos muy bien qué iban a hacer con nosotros. Algunos esperaban que nos liberarían dentro de ocho o quince días. Eso ocurrió el 21 de junio, día de mi cumpleaños y día del armisticio. Caímos prisioneros unas horas antes de que se firmará el armisticio. Nos llevaron a un cuartel de la gendarmería, y también allí entendí qué era la verdad histórica. Me enteré de que yo vivía en una nación expuesta a diferentes peligros y que estaba expuesto a esos peligros. Había una especie de unidad entre los hombres que estaban allí; una idea de derrota, una idea de estar prisionero, que en aquel momento parecía mucho más importante que todo lo demás. Todo lo que antes había escrito y aprendido, ya no me parecía válido, ya no tenía un contenido. Había que estar allí, comer cuando nos daban de comer, lo que sucedía pocas veces; algunos días no comíamos absolutamente nada porque no habían previsto que fuéramos tantos los prisioneros. Dormíamos en aquel cuartel, en el suelo, en diferentes sitios. Yo estaba en la buhardilla con un montón de compañeros, dormíamos en el suelo, muertos de hambre, y así pasamos dos, tres días, como muchos compañeros, delirando, porque no teníamos nada que comer, echados en el suelo; había horas de delirio y horas de sangre fría, eso dependía. Los alemanes no se ocupaban de nosotros. Nos amontonaron aquí, y luego, un buen día, nos dieron un poco de pan y empezamos a estar mejor. Y después, por último, nos metieron en un tren y nos llevaron a Alemania. Aquello fue un duro golpe, pues aún éramos vagamente optimistas. Yo pensaba que nos quedaríamos allí, en Francia, y que un buen día, cuando los alemanes se hubieran instalado nos dejarían en libertad y nos enviarían a casa. Cosa que no estaba dentro de sus cálculos, pues nos llevaron más allá de Tréveris, a un campo de prisioneros; al otro lado del campo había una carretera y, al otro lado de la carretera, un cuartel alemán. Yo seguí prisionero sin hacer nada. No hacía nada, charlaba con los prisioneros, hice algunas amistades, con los curas, con un periodista.
Permanecí en Alemania hasta el mes de marzo. Y aquí conocí de una manera extraña, pero que me marcó, a una sociedad con clases, series, gente que estaban en unos grupos, y gente que estaban en otros; una sociedad de vencidos, alimentados por un ejército que les tenía prisioneros. Y sin embargo, la sociedad entera estaba allí. No había oficiales, éramos simples soldados; yo era soldado raso, y aprendí a obedecer órdenes malintencionadas, a comprender lo que era un ejército enemigo. Como todo el mundo, mantenía relaciones con los alemanes, ya para obedecerles, ya para escuchar sus conversaciones ineptas y orgullosas; allí estuve hasta que me hice pasar por civil y me liberaron. Me llevaron en tren hasta Drancy y me metieron en unos cuarteles de guardias móviles, unos cuarteles inmensos como rascacielos. Había tres o cuatro, llenos de prisioneros; a los quince días me pusieron en libertad.
Había descubierto en cierto modo, un mundo social y había averiguado que estaba forjado por la sociedad, al menos desde cierto punto de vista; pero forjado en mi cultura, y en algunas de mis necesidades, en mi manera de vivir. Había sido reformado en cierto modo por el campo de prisioneros. Vivíamos en grupo, apiñados, nos tocábamos todo el tiempo y recuerdo haber escrito que, en mi primer día de libertad en París, quedé extrañado al ver a la gente, sentada en un café, a tales distancias. Aquello me parecía un espacio desperdiciado. Volví, pues, a Francia, con la idea de que los otros franceses no se daban cuenta de eso; de que algunos sí se daban cuenta, los que habían sido puestos en libertad, pero que no había nadie que les decidiera a resistir. Eso era lo primero que había que hacer al volver a París: crear un grupo de resistencia; reunir, poco a poco, el mayor número de gente para la resistencia y crear un movimiento de violencia que echara a los alemanes. No estaba seguro de que fuera posible, pero teníamos un 80% de posibilidades (siempre fui optimista) de lograrlo; ellos tenían un 20 %. Incluso en ese caso, pensaba que era necesario resistir, a pesar de todo, porque terminarían por cansarse, de una u otra manera; al igual que Roma, que conquistaba territorios pero terminaba perdiéndose en ellos.
El fascismo se presentaba primeramente como un anticomunismo y, por consiguiente, una de las resistencias era ser comunista, o al menos socialista. Es decir, tomar una postura absolutamente opuesta a la del nacionalsocialismo. La mejor manera de oponerse a los nazis era insistir en el deseo de una sociedad socialista. Por eso creamos el movimiento Socialismo y Libertad”.


Fuente: Conversaciones con Jean Paul Sartre. Editorial Hermes.