La ama de casa.
¿Realmente ha cambiado mucho el panorama para la mujer que es ama de casa, a la que tenía Simone de Beauvoir y que plasmó en su libro "El segundo sexo"?
"Pero lo que hace ingrata la suerte de la mujer-sirvienta es la división del trabajo que la consagra toda entera a lo general y a lo inesencial; el habitat, el alimento, son útiles para la vida, pero no le confieren ningún sentido: los fines inmediatos del ama de casa no son más que medios, no verdaderos fines, y en ellos no se reflejan sino proyectos anónimos. Se comprende que para animarse en esa tarea, la mujer trate de conquistar en ella su singularidad y revestir de un valor absoluto los resultados obtenidos; tiene sus ritos, sus supersticiones, se aferra a su manera de colocar el cubierto, de disponer de las cosas de la sala, de hacer un zurcido, de guisar un plato; se persuade de que, en su lugar, nadie podría hacer tan bien como ella un asado o bruñir un objeto; si el marido o la hija quieren ayudarla o intentan pasarse sin ella, les quita de las manos la aguja o la escoba. "No eres capaz de pegar un botón".
Según una reciente encuesta (publicada en 1947 por el diario Combat bajo la firma de C. Hebert), las mujeres casadas consagran unas tres horas cuarenta y cinco minutos a las faenas domésticas (arreglo de la casa, aprovisionamiento, etc.) todos los días laborables, y ocho horas los días de fiesta, es decir, en total treinta seis horas por emana, lo que corresponde a las tres cuartas partes de la duración del trabajo semanal de una obrera o de una empleada; es enorme si esa tarea se agrega a un oficio; es poco si la mujer no tiene otra cosa que hacer (tanto más cuanto que la obrera y la empleada pierden tiempo en desplazamientos que no tienen equivalente en este caso)...
Así pues, es preciso que el producto del trabajo doméstico se consuma; se exige de la mujer una constante renuncia, pues sus operaciones solo terminan con su destrucción. Para que consienta en ello sin lamentarse, hace falta, por lo menos, que esos menudos holocaustos enciendan en alguna parte una alegría, un placer...
Así pues, es preciso que el producto del trabajo doméstico se consuma; se exige de la mujer una constante renuncia, pues sus operaciones solo terminan con su destrucción. Para que consienta en ello sin lamentarse, hace falta, por lo menos, que esos menudos holocaustos enciendan en alguna parte una alegría, un placer...
Ha habido épocas en que estas pretensiones eran generalmente satisfechas: en los tiempos en que la felicidad era también el ideal de hombre, cuando estaba apegado, ante todo, a su casa, a su familia, y cuando los hijos mismos optaban por definirse a través de sus padres, sus tradiciones, su pasado. La que reinaba en el hogar, la que presidía la mesa era reconocida como soberana; todavía desempeña ese glorioso papel en el hogar de ciertos propietarios de bienes raíces, entre algunos campesinos ricos, que perpetúan esporádicamente la civilización patriarcal. Pero en conjunto el matrimonio es hoy día la supervivencia de costumbres fenecidas y la situación de la esposa es mucho más ingrata que antes, porque todavía tiene los mismos deberes, pero no le confieren ya los mismos derechos; tiene que ejecutar las mismas tareas, sin que ello le reporte recompensa ni honores.
El hombre hoy se casa para anclarse en la inmanencia, pero no para encerrarse en ella; quiere un hogar, pero permaneciendo libre para evadirse de él; se fija, pero a menudo sigue siendo un vagabundo en el fondo de su corazón; no desprecia la dicha, pero no hace de ella un fin en sí misma; la repetición le aburre; busca la novedad, el riesgo, las resistencias a vencer, camaraderías, amistades que le arranquen de su soledad en dos en compañía. Los hijos, aún más que el marido, desean sobrepasar los límites del hogar: su vida está en otra parte, ante ellos; el niño desea siempre lo que es de otro. La mujer trata de constituir un universo de permanencia y de continuidad: marido e hijos quieren sobrepasar la situación que ella crea y que para ellos no es más que uno dato. Por eso, si a ella le repugna admitir lo precario de las actividades a las cuales dedica toda su existencia, se ve impulsada a imponer sus servicios por la fuerza: de madre y ama de casa se convierte en madrastra y arpía"...
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