"De niña clasificaba a los adultos someramente por generaciones: la de mis padres (los grandes); la de mis abuelos (los mayores); y una especie de fenómenos bastante repugnantes, los viejos, asimilados a los enfermos y a los achacosos. A los cuarenta años se era una persona bastante anciana. A los veinte años, los cuarentones me parecían novelescos; tenían una vida detrás de sí, una personalidad definida; soñaba con la mujer rica de experiencia y más o menos marchita que llegaría a ser un día. Pero me parecía fuera de lugar que a esa edad se pretendiera tener relaciones amorosas o aun flirtear. En una fiesta del Atelier, consideraba a todas esas criaturas todavía "bien conservadas" como "viejos pellejos". Todavía a los treinta y cinco años me molestaba que los mayores aludieran en mi presencia a sus problemas conyugales, Llega un momento en que hay que tener la decencia de renunciar, pensaba.
Simone de Beauvoir con Nelson Algren. |
Tenía cuarenta años cuando recorrí el Mississippi con Algren, y me sentía muy joven. Tenía cuarenta y cuatro cuando conocí a Lanzmann, y no me sentía vieja. Fue después de los cincuenta cuando me pareció franquear una línea, como ya dije. Cuarenta años representaban una joven madurez, todavía rica de esperanzas; comprendí a una heroína de Colette que decía con nostalgia: "Ya no tengo cuarenta años para conmoverme delante de una rosa que se marchita". Y días pasados, hablando con una mujer de cuarenta y cinco años, fresca y vivaz, me parecía tan joven como cuando (veinte años antes) la había visto por primera vez. Como se aplastan los relieves vistos desde lo alto de la montaña, las diferencias de edad se atenúan o se anulan hoy a mis ojos. Existen los jóvenes, luego los adultos, alrededor de los cincuenta, y luego la gente de edad, los grandes ancianos que ya no me parecen tan distantes.
Simone de Beavouir con Claude Lanzmann |
Pero hay un signo de vejez muy evidente, y con el cual choco a cada paso, y es mi relación con el futuro. Cuando se hacen reportajes a personas de edad, y señalan, al margen de cierto optimismo obligado, los inconvenientes de la vejez, siempre me asombra que no aludan a este achicamiento del futuro del que tan bien ha hablado Leiris en Fibrilles. Pero es verdad que algunos no lo experimentan. Mi amiga Olga me decía: "Siempre viví en el instante y en la eternidad, sin creer en el futuro. Por tanto, lo mismo me da veinte que cincuenta años". A otros, la vida les pesa: la brevedad del futuro se les hace más llevadera. Mi caso es diferente, viví inclinada hacia el porvenir, tendía alegremente al encuentro de la mujer que me aguardaba, ávida, porque en cada conquista presentía un recuerdo que no se marchitaría nunca. Todavía puedo entregarme con ardor a proyectos cortos (un viaje, una lectura, un encuentro) pero el gran impulso que me empujaba hacia adelante se ha detenido. Como decía Chateaubriand, estoy llegando al límite no puedo permitirme grandes zancadas. Digo a menudo: hace treinta, hace cuarenta años. No me atrevería a decir: dentro de treinta años. Ese corto futuro está cerrado. Experimento mi finitud. Aunque pueda enriquecerse con dos o tres libros más, mi obra será lo que ya es...".
Referencia: Final de cuentas. Simone de Beauvoir.
Magnífica en su realismo, como siempre...
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