jueves, 11 de julio de 2019

Simone de Beauvoir, algunas reflexiones acerca de la vejez.



"De niña clasificaba a los adultos someramente por generaciones: la de mis padres (los grandes); la de mis abuelos (los mayores); y una especie de fenómenos bastante repugnantes, los viejos, asimilados a los enfermos y a los achacosos. A los cuarenta años se era una persona bastante anciana. A los veinte años, los cuarentones me parecían novelescos; tenían una vida detrás de sí, una personalidad definida; soñaba con la mujer rica de experiencia y más o menos marchita que llegaría a ser un día. Pero me parecía fuera de lugar que a esa edad se pretendiera tener relaciones amorosas o aun flirtear. En una fiesta del Atelier, consideraba a todas esas criaturas todavía "bien conservadas" como "viejos pellejos". Todavía a los treinta y cinco años me molestaba que los mayores aludieran en mi presencia a sus problemas conyugales, Llega un momento en que hay que tener la decencia de renunciar, pensaba. 
Simone de Beauvoir con Nelson Algren.
Tenía cuarenta años cuando recorrí el Mississippi con Algren, y me sentía muy joven. Tenía cuarenta y cuatro cuando conocí a Lanzmann, y no me sentía vieja. Fue después de los cincuenta cuando me pareció franquear una línea, como ya dije. Cuarenta años representaban una joven madurez, todavía rica de esperanzas; comprendí a una heroína de Colette que decía con nostalgia: "Ya no tengo cuarenta años para conmoverme delante de una rosa que se marchita". Y días pasados, hablando con una mujer de cuarenta y cinco años, fresca y vivaz, me parecía tan joven como cuando (veinte años antes) la había visto por primera vez. Como se aplastan los relieves vistos desde lo alto de la montaña, las diferencias de edad se atenúan o se anulan hoy a mis ojos. Existen los jóvenes, luego los adultos, alrededor de los cincuenta, y luego la gente de edad, los grandes ancianos que ya no me parecen tan distantes.

Simone de Beavouir con Claude Lanzmann

Pero hay un signo de vejez muy evidente, y con el cual choco a cada paso, y es mi relación con el futuro. Cuando se hacen reportajes a personas de edad, y señalan, al margen de cierto optimismo obligado, los inconvenientes de la vejez, siempre me asombra que no aludan a este achicamiento del futuro del que tan bien ha hablado Leiris en Fibrilles. Pero es verdad que algunos no lo experimentan. Mi amiga Olga me decía: "Siempre viví en el instante y en la eternidad, sin creer en el futuro. Por tanto, lo mismo me da veinte que cincuenta años". A otros, la vida les pesa: la brevedad del futuro se les hace más llevadera. Mi caso es diferente, viví inclinada hacia el porvenir, tendía alegremente al encuentro de la mujer que me aguardaba, ávida, porque en cada conquista presentía un recuerdo que no se marchitaría nunca. Todavía puedo entregarme con ardor a proyectos cortos (un viaje, una lectura, un encuentro) pero el gran impulso que me empujaba hacia adelante se ha detenido. Como decía Chateaubriand, estoy llegando al límite no puedo permitirme grandes zancadas. Digo a menudo: hace treinta, hace cuarenta años. No me atrevería a decir: dentro de treinta años. Ese corto futuro está cerrado. Experimento mi finitud. Aunque pueda enriquecerse con dos o tres libros más, mi obra será lo que ya es...".

Referencia: Final de cuentas. Simone de Beauvoir.

lunes, 1 de julio de 2019

Las criticas a "La Mujer Rota" de Simone de Beauvoir.

Simone de Beauvoir y su hermana, 

Hélène de Beauvoir.

"Desde  hacía mucho tiempo que deseabámos, mi hermana y yo, que ella ilustrara un  inédito mío, nunca habíamos dado con uno suficientemente breve. El relato que da su nombre al libro, La mujer rota, tenía las dimensiones requeridas y le inspiró grabados muy hermosos. Quise que el público conociera la existencia de ese volumen, de tirada restringida, firmado con el nombre de ambas, por lo que permití que mi texto apareciera por entregas en Elle, acompañado de los dibujos de mi hermana.

Me vi inundada de inmediato de cartas de mujeres separadas, semiseparadas o en trámites de separación. Identificándose con la heroína, le atribuían todas las virtudes y se asombraban de que siguiera ligada a un hombre indigno; su parcialidad indicaba que en relación con su marido, con su rival, con ellas mismas, compartían la ceguera de Monique. Sus reacciones reposaban sobre un enorme contrasentido.
Otros muchos lectores dándole al relato la misma interpretación simplista, lo declararon insignificante. La mayoría de los críticos probaron con sus reseñas que lo habían leído muy mal. Con la primera entrega de Elle, Bernarde Pivot, se apresuró a declarar en Le Figaro litté-raire que, dado que La mujer rota aparecía en una revista femenina, se trataba de una novela para modistillas, una novela rosa. La expresión fue retomada en numerosos artículos, cuando lo cierto es que nunca escribí nada más sombrío que esta historia: toda la segunda parte es un grito de angustia y la pulverización final de la heroína es más lúgubre que una muerte.
El aturdimiento de mis censores no me asombró, pero no entendí por qué este librito desencadenó tanto odio. Defendiéndolo contra Pivot durante un debate literario retransmitido por radio, Claire Etcherelli estuvo a punto de retirarse. "Lo que usted hace no tiene nada que ver con la critica literaria", le dijo, con una voz temblorosa de indignación; él provocaba la risa de los asistentes con bromas groseras.
Kanters me atacó con virulencia durante una discusión con Pierre-Henri Simón: éste objetó dulzonamente que a partir de Una muerte muy dulce yo ya no pretendía hacer literarura. Uno de mis detractores declaró en la radio: "Lamento haber escrito este artículo después de haber visto a Simone de Beuavoir en la calle Rennes, los brazos colgando, hosca, marchita. Hay que tener piedad de los ancianos. Por eso Gallimard continúa publicándole". Un minuto después, sin registrar la contradicción, cambiaba con su compadre guiños  astutos: "Su novela es un best seller. Pues sí, es un best seller". Mi editor, entonces, no había hecho un mal negocio. Aun sabiendo lo mucho que Mathieu Galey detesta a las mujeres, su grosería me desconcertó: "¡Pues sí, señora, es triste envejecer!", escribió en su crónica. Muchos deploraron que esta última obra fuese tan indigna de Los mandarines y El Segundo Sexo. ¡Qué hipocresía! En su momento maltrataron a la primera y arrastraron por el lodo a la segunda. Es justamente a causa de las posiciones que en ellas tomé que todavía hoy me detestan tanto.
Con muy raras excepciones el juicio de los críticos me es indiferente: sólo me fío de algunos amigos exigentes. Pero lamento que por su malevolencia una parte del público no haya tenido ganas de leerme y que otra haya abordado mi novela con prevenciones. Hay mujeres a las cuales mis ideas perturban, y que se apresuraron a creer lo que se decía de mí, aprovechando para sentirse superiores. "Esperó a tener sesenta años para descubrir lo que sabe cualquier mujercita" dijo una de ellas, sin que yo haya sabido a qué descubrimiento hacía alusión. Me ha afectado más la reacción de algunas luchadoras feministas, decepcionadas porque mis relatos no tenían nada de militantes. "Nos ha traicionado", opinaron, en cartas de reproche. Nada impide derivar una conclusión feminista de La mujer rota; su desdicha proviene de la dependencia que ha tolerado. Pero además, no me siento obligada a elegir heroínas ejemplares. Describir el fracaso, el error, la mala fe, no implica, creo, traicionar a nadie.
En un reportaje en televisión a propósito de una de sus exposiciones, el interlocutor le preguntó a mi hermana: "¿por qué eligió ilustrar ese libro, el más mediocre de los que ella ha escrito?" Mi hermana lo defendió con calor, agregando: "Hay dos categorías de seres a los que les gusta: los seres simples, a los que el drama de Monique conmueve; los intelectuales que captan las intenciones del libro. No gustan de él los semiintenlectuales, no lo bastante sutiles como para entenderlo, demasiado pretenciosos como para leerlo con ojos ingenuos". No creo que esto sea totalmente cierto. Se pudo percibir mis intenciones y deducir un fracaso. Pero el hecho es que he estado sostenida por la gente que más estimo y que los que me atacaron nunca me dieron una razón válida.
Como para las Bellas imágenes, una de las objeciones fue: "No es Simone de Beauvoir; no es el mundo de Simone de Beauvoir, habla de seres que no nos interesan". Sin embargo, muchos lectores pretenden encontrarme en todos mis personajes femeninos. La Laurence de Las bellas imágenes, disgustada de la vida hasta la anorexia, sería yo. La universitaria colérica de La edad de la discreción, sería yo. "Todos lo piensan" (me dijo una amiga). Eres tú, Sartre y la madre de Sartre. Para el hijo, se duda entre varios nombres". La mujer rota, por supuesto, solo podía ser yo. "Para escribir esta historia es necesario haber pasado por esto. Entonces, en sus memorias no ha contado todo", dijeron algunos. Otros fueron más lejos. Una corresponsal me preguntó si era cierto que, como pretendía la presidenta de un club literario, Sartre había roto conmigo. Mi amiga Stépha observó a sus interlocutores que yo no tenía cuarenta años, que yo no había tenido hijas, y que mi vida no se parecía en nada a la de Monique; quedaron convencidos. "Pero (dijo un impaciente), ¿por qué trata de que todas sus novelas, tengan un aire autobiongráfico? "Tan solo trata de que suenen verdaderas", les dijo Stépha".
Tomado de "Final de cuentas", páginas 124-126.