Sartre era aquel
niño de rubios bucles, su madre, Anne-Marie
Schweitzer, habría querido que fuera mujer, así que, según nos
relata el mismo Sartre en su libro autobiográfico Las Palabras, su madre, se las arregló para que tuviera el sexo de
los ángeles, indeterminado pero femenino por los bordes. “Como era tierna, me
enseñó la ternura; mi soledad hizo lo demás y me separó de los juegos violentos”.
Un día, cuando
Sartre tenía 7 años, su abuelo, Charles Schweitzer, ya no soportó más el aspecto angelical y casi femenino
de su nieto, así que, le tomó de la mano y dijo que lo llevaba de paseo, pero apenas
doblaron la esquina, lo metió en la peluquería y le dijo: “vamos a darle una sorpresa
a tu madre”. Relata Sartre que a él le
encantaban las sorpresas, pues en su casa todo el tiempo las había,
refiriéndose a los secretos y misterios que ya a su corta edad había detectado
que se daban en su familia, así que miro con buenos ojos que sus bucles
cayeran. Cuenta que al llegar a casa, hubo gritos, pero no abrazos, y que su
madre se encerró en su habitación para llorar: habían cambiado a su niñita en
niñito.
Dicho suceso
marcará un cambio en la actitud del niño frente a sí mismo y frente a los
demás. El nuevo corte a lo gargon hace patente la fealdad de Sartre y, sobre
todo, pone al descubierto el defecto que su madre intentaba disimular con tanto
cuidado entre los tirabuzones: Sartre tenía estrabismo. Sigue relatando Sartre:
“mientras mis preciosos tirabuzones revoloteaban alrededor de mis orejas, ella
había podido negar la evidencia de mi fealdad. Sin embargo, mi ojo derecho
entraba ya en el crepúsculo. Tuvo que confesarse la verdad. También mi abuelo
parecía desconcertado; le habían entregado su pequeña maravilla y él había
devuelto un sapo.
Anne-Marie tuvo la
bondad de ocultarme la causa de su pena…Mi público se volvía más difícil día
tras día; tuve que afanarme; insistí sobre mis defectos y llegué a desafinar.
Conocí las angustias de una actriz que envejece: supe que otros podían gustar.”
En cierto modo, fue
la gota que colmó el vaso de una mala relación con su propio cuerpo a la que
nunca había dejado de hacer referencia: “eso habría sido perfecto si me hubiera
llevado bien con mi cuerpo”, “huía de mi cuerpo injustificable y de sus
abúlicas confidencias, no me sentía a gusto con mi físico”.
Todavía durante un
tiempo más persevera en las viejas estrategias egocéntricas que tan buen
resultado le habían proporcionado hasta entonces, pero con la clara conciencia
de estar resultando cada vez más patético. De hecho, se refiere a sí mismo en
términos crecientemente crueles: «querubín ajado», «desecho», «mequetrefe»,
«alfeñique que no interesaba a nadie»...
Sólo con el tiempo,
gracias a su destacada inteligencia, y a su amistad con Paul Nizan, y la
complicidad y camaradería que surgiría entre ambos, le sería devuelta la
seguridad en sí mismo, forjándose a partir de ahí una personalidad aplastante,
que ya no le abandonaría en toda su vida.
Fuentes:
Las palabras, de
Jean-Paul Sartre, y;
Amo, luego existo,
los filósofos y el amor, de Manuel Cruz.