martes, 24 de noviembre de 2015

Sartre en la segunda guerra mundial, su transformación y la fundación del movimiento Socialismo y Libertad.

Sartre en la segunda guerra mundial, su transformación y la fundación del movimiento Socialismo y Libertad.


“Así pues, yo estaba allí, en el frente, vestido de uniforme, que por cierto me quedaba muy mal, en medio de otras personas que llevaban el mismo uniforme que yo; teníamos una relación que no era familiar ni amistosa y que sin embargo era muy importante. Desempeñábamos papeles que nos eran distribuidos desde fuera. Yo lanzaba globos meteorológicos y lo miraba con un anteojo. Me habían enseñado a hacerlo cuando ni siquiera pensaba que lo utilizaría, durante el servicio militar. Y allí estaba en el frente, haciendo ese oficio, entre desconocidos, que hacían el mismo trabajo que yo, que me ayudaban a hacerlo, a quienes yo ayudaba. Mirábamos cómo subían los globos de entre las nubes a algunos kilómetros de distancia del ejército alemán, donde había soldados como nosotros, que también se ocupaban de eso, y donde había otros soldados que se disponían a atacarnos. Eso era un hecho absolutamente histórico. Me encontré bruscamente dentro de una masa, en la que me habían asignado un papel concreto y estúpido que debía interpretar y que interpretaba frente a otros individuos, vestidos como yo con uniformes militares, y que tenían la función de desbaratar lo que nosotros hacíamos y, al final, atacar.
La segunda, y la más importante toma de conciencia, se produjo por la derrota y el cautiverio. A partir de cierto momento, fui retrocediendo hacia otras posiciones junto con mis compañeros; llegamos en camión a una ciudad; nos instalamos en ella; dormíamos en las casas de los lugareños; nos enfrentábamos con alsacianos de mentalidad muy variable. Recuerdo a un campesino alsaciano que estaba a favor de los alemanes y que sostenía tesis progermánicas, en contra de las nuestras; dormíamos, nos marchábamos, pero no sabíamos si escaparíamos del ejército alemán. Nos quedamos en aquella zona  tres o cuatro días. Los alemanes se acercaron. Una noche oímos los cañonazos que disparaban sobre un pueblo a una decena de kilómetros de donde nosotros estábamos; lo veíamos bien al final de la llana carretera, y sabíamos que los alemanes llegarían al día siguiente. Y también entonces me impresionaron históricamente aquellos hechos, que eran pequeños acontecimientos que no se escribirían en ningún libro de texto, en ninguna historia de la guerra; un pueblecito era bombardeado; otro esperaba ser tomado al día siguiente. Había gente acorralada allí, esperando que los alemanes se ocuparán de ellos. Yo fui a acostarme; habíamos sido abandonados por nuestros oficiales que fueron a pasearse por el bosque vecino con una bandera blanca en la cabeza y fueron hechos prisioneros como nosotros, pero a diferentes horas. Soldados y sargentos nos quedamos allí, nos dormimos y a la mañana siguiente oímos voces, disparos, gritos. Me vestí rápidamente; sabía que aquello quería decir que iba a caer prisionero. Salí; había dormido en la casa de unos campesinos situada en la plaza del pueblo; y salí; y recuerdo que tuve la impresión de que interpretaba una escena en una película, de que aquello no era verdad. Había un cañón que disparaba contra la iglesia, donde sin duda se habían escondido resistentes llegados la víspera; no era ciertamente gente de nuestro batallón, puesto que no soñábamos resistir, además tampoco disponíamos de medios.
 Atravesé la plaza bajo el fuego de los alemanes, para llegar donde ellos estaban; me empujaron y me metieron dentro de un inmenso grupo de muchachos que iban hacia Alemania. Esto lo he contado ya en La Muerte en el Alma pero lo atribuí a Brunet. Caminábamos y no sabíamos muy bien qué iban a hacer con nosotros. Algunos esperaban que nos liberarían dentro de ocho o quince días. Eso ocurrió el 21 de junio, día de mi cumpleaños y día del armisticio. Caímos prisioneros unas horas antes de que se firmará el armisticio. Nos llevaron a un cuartel de la gendarmería, y también allí entendí qué era la verdad histórica. Me enteré de que yo vivía en una nación expuesta a diferentes peligros y que estaba expuesto a esos peligros. Había una especie de unidad entre los hombres que estaban allí; una idea de derrota, una idea de estar prisionero, que en aquel momento parecía mucho más importante que todo lo demás. Todo lo que antes había escrito y aprendido, ya no me parecía válido, ya no tenía un contenido. Había que estar allí, comer cuando nos daban de comer, lo que sucedía pocas veces; algunos días no comíamos absolutamente nada porque no habían previsto que fuéramos tantos los prisioneros. Dormíamos en aquel cuartel, en el suelo, en diferentes sitios. Yo estaba en la buhardilla con un montón de compañeros, dormíamos en el suelo, muertos de hambre, y así pasamos dos, tres días, como muchos compañeros, delirando, porque no teníamos nada que comer, echados en el suelo; había horas de delirio y horas de sangre fría, eso dependía. Los alemanes no se ocupaban de nosotros. Nos amontonaron aquí, y luego, un buen día, nos dieron un poco de pan y empezamos a estar mejor. Y después, por último, nos metieron en un tren y nos llevaron a Alemania. Aquello fue un duro golpe, pues aún éramos vagamente optimistas. Yo pensaba que nos quedaríamos allí, en Francia, y que un buen día, cuando los alemanes se hubieran instalado nos dejarían en libertad y nos enviarían a casa. Cosa que no estaba dentro de sus cálculos, pues nos llevaron más allá de Tréveris, a un campo de prisioneros; al otro lado del campo había una carretera y, al otro lado de la carretera, un cuartel alemán. Yo seguí prisionero sin hacer nada. No hacía nada, charlaba con los prisioneros, hice algunas amistades, con los curas, con un periodista.
Permanecí en Alemania hasta el mes de marzo. Y aquí conocí de una manera extraña, pero que me marcó, a una sociedad con clases, series, gente que estaban en unos grupos, y gente que estaban en otros; una sociedad de vencidos, alimentados por un ejército que les tenía prisioneros. Y sin embargo, la sociedad entera estaba allí. No había oficiales, éramos simples soldados; yo era soldado raso, y aprendí a obedecer órdenes malintencionadas, a comprender lo que era un ejército enemigo. Como todo el mundo, mantenía relaciones con los alemanes, ya para obedecerles, ya para escuchar sus conversaciones ineptas y orgullosas; allí estuve hasta que me hice pasar por civil y me liberaron. Me llevaron en tren hasta Drancy y me metieron en unos cuarteles de guardias móviles, unos cuarteles inmensos como rascacielos. Había tres o cuatro, llenos de prisioneros; a los quince días me pusieron en libertad.
Había descubierto en cierto modo, un mundo social y había averiguado que estaba forjado por la sociedad, al menos desde cierto punto de vista; pero forjado en mi cultura, y en algunas de mis necesidades, en mi manera de vivir. Había sido reformado en cierto modo por el campo de prisioneros. Vivíamos en grupo, apiñados, nos tocábamos todo el tiempo y recuerdo haber escrito que, en mi primer día de libertad en París, quedé extrañado al ver a la gente, sentada en un café, a tales distancias. Aquello me parecía un espacio desperdiciado. Volví, pues, a Francia, con la idea de que los otros franceses no se daban cuenta de eso; de que algunos sí se daban cuenta, los que habían sido puestos en libertad, pero que no había nadie que les decidiera a resistir. Eso era lo primero que había que hacer al volver a París: crear un grupo de resistencia; reunir, poco a poco, el mayor número de gente para la resistencia y crear un movimiento de violencia que echara a los alemanes. No estaba seguro de que fuera posible, pero teníamos un 80% de posibilidades (siempre fui optimista) de lograrlo; ellos tenían un 20 %. Incluso en ese caso, pensaba que era necesario resistir, a pesar de todo, porque terminarían por cansarse, de una u otra manera; al igual que Roma, que conquistaba territorios pero terminaba perdiéndose en ellos.
El fascismo se presentaba primeramente como un anticomunismo y, por consiguiente, una de las resistencias era ser comunista, o al menos socialista. Es decir, tomar una postura absolutamente opuesta a la del nacionalsocialismo. La mejor manera de oponerse a los nazis era insistir en el deseo de una sociedad socialista. Por eso creamos el movimiento Socialismo y Libertad”.


Fuente: Conversaciones con Jean Paul Sartre. Editorial Hermes.